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Benito Taibo

18/01/2015 - 12:00 am

El cine es mejor que la vida…

Soy cinéfilo por herencia y después por vocación. Papá puso el proyector de 16 milímetros en la sala de la casa. Yo debía tener unos seis años. Nos hicieron palomitas de maíz en una sartén en la cocina. Una suave semipenumbra lo inundaba todo como un manto suave y protector. Comenzó la función y la […]

Soy cinéfilo por herencia y después por vocación.

Papá puso el proyector de 16 milímetros en la sala de la casa. Yo debía tener unos seis años. Nos hicieron palomitas de maíz en una sartén en la cocina. Una suave semipenumbra lo inundaba todo como un manto suave y protector. Comenzó la función y la primera película que vi en mi vida fue un corto de Harold Lloyd llamado El hombre mosca de 1923. Ustedes recordarán, seguramente, esa escena en la que el comediante queda colgado de las manecillas de un reloj situado en lo más alto de un edificio, haciendo malabares para salvar la vida.

Mi padre se desternillaba de la risa mientras la música de una vieja pianola le ponía inútil dramatismo a una escena que era en sí misma hilarante.

Me enamoré del cine para siempre.

45 años años después, el pequeño protagonista de Hugo de Martin Scorsese (2011), mira por primera vez una película, embelesado y absorto, y lo que mira es lo mismo que yo vi, y ríe exactamente igual a como yo reí.

No es una casualidad. Todos, de alguna manera, soñamos los mismos sueños y provenimos del mismo estupendo lugar donde lo imposible es posible.

Así, que puedo decir a ciencia cierta de donde nace mi pasión por el cine; en ese inigualable momento, y puedo decir también que me ha acompañado durante toda mi vida.

Los que piensan que el cine es esa fórmula mágica con la cual desaparecen de nuestra cabeza los problemas y el terrible cotidiano, puede que tengan cierta razón; sin embargo, el cine ha sido para mí, también, un importante reflejo del mundo, de las ideologías, de lo bello y lo terrible, una suerte de microscopio que devela las pasiones humanas y desentraña y hace lucir lo mejor y lo peor que se encuentra en el imaginario colectivo.

Es ese espejo que devuelve con él, aumentada, magnificada, en pantalla grande,  la realidad con todos sus claroscuros.

Vi en el mítico club del Museo Nacional de Antropología, a finales de los años setenta, “La batalla de Argel” de Pontecorvo, y vi “El acorazado Potemkin” de Eisenstein, y vi “Ladrón de bicicletas” de  Vittorio de Sica, y vi “Los 400 golpes” de Truffaut. Y de tanto ver y ver, mis ojos se fueron  acostumbrando a ver un poco más allá de la simple apariencia.

Y aprendí lo que el cine social significaba y lo mucho que servía  también para que pudiéramos nosotros, entender un poco más al mundo.

Y mis ojos y mi cabeza, le fueron enseñando a mi corazón a comprender  como suena y se acongoja incluso al ritmo del latido de los otros corazones.

Y descubrí, que el cine, sirve tanto como los libros para la cimentar esa educación sentimental imprescindible, que sirve sencillamente para poder mirarnos en el reflejo de la mirada del otro.

Todo esto viene a cuento porque, mientras ustedes tienen la deferencia (y el ánimo, que agradezco) para conmigo de leer esta nota, estaré en el Festival Internacional de Cine de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, conociendo a uno de los más importantes realizadores contemporáneos de ese cine, que crea educación sentimental.

Me refiero a Costa Gavras, cineasta griego-francés que ha hecho de cada una de sus películas, una obra de arte y un manifiesto. Yo soy quién soy gracias a “La confesión”, “Z”, “Estado de sitio”, “Missing”, entre otras muchas, y pienso cómo pienso, porqué en ellas habita no sólo la denuncia, la mirada del comprometido con las mejores causas, el dedo acusador y el grito; en su filmografía habita también la esperanza.

El cine puede ser paisaje y bofetada, acción y palabra, idea y mensaje, caricia para el corazón, torbellino para la cabeza y acicate para la toma de conciencia.

Voy a San Cristóbal y su primera edición de un festival de cine diferente, preocupado por lo social, que tiene propósito y causa, que habla en muchos idiomas y que mira de muchas maneras diferentes. Un festival que privilegia el dialogo, la conversación aguda, la búsqueda de identidad, la construcción de puentes para crear mejores sociedades. Un festival que apunta alto, donde no cabe el olvido ni el perdón, y sí, la memoria, la justicia y la búsqueda.

Por favor, vean la programación y deslúmbrense tanto como lo haré yo mismo en esos privilegiados días en que estaré por allí. Habrá cine en las plazas, habrá cine en teatros y  salas, habrá cine hablado, discutido, argumentado en cada rincón de San Cristóbal.

Y habrá también un homenaje al inigualable maestro mexicano Jorge Fons.

Hoy domingo, yo estaré en San Cristóbal, sumido en la suave penumbra que me cobijará como siempre, con su manto protector esperando que empiece la función.

Decía el historiador y crítico cinematográfico Emilio García Riera que “El cine es mejor que la vida”, yo también lo creo. A esa religión, me apunto con los ojos abiertos.

No tendré palomitas hechas en una sartén de la cocina de la casa de mis padres, pero sí, la misma mirada atenta dispuesta para el asombro.

La gran magia de ese cine diferente que veré, es que permite en algunas soberbias ocasiones, que ganen los buenos: los espectadores, la gente de a pie, como usted o como yo.

Con lo cual, ganaremos todos.

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